Por Ale Chávez
Tratar de entender el laberinto legal de las cooperativas en Sarmiento es adentrarse en un sistema que, lejos de fomentar la asociación y el trabajo comunitario, se ha convertido en una herramienta de control político y económico. Estas entidades, que en teoría deberían funcionar como espacios de colaboración y beneficio mutuo, han sido reducidas a meras cajas de efectivo y mecanismos de dominación. El esquema es simple pero perverso: "te doy un trabajo, y tú me das tu voto". Así, bajo la apariencia de legalidad, se esconde una maquinaria que explota a los más vulnerables mientras protege a quienes detentan el poder.
El amague a la ley es evidente. Al ser personas jurídicas independientes del municipio, este las contrata y, de inmediato, se desliga de cualquier responsabilidad laboral o civil. Sin embargo, la realidad es que nada se mueve sin el visto bueno de las oficinas municipales. Todo está digitado desde allí: quién entra, quién sale, quién es contratado y quién es desechado como si fuera un objeto descartable. Las cooperativas, en este contexto, no son más que una fachada para evadir obligaciones y mantener el control sobre una fuerza laboral precarizada.
A pesar de recibir millones y millones de pesos mensuales por supuestos "objetivos", los cooperativistas apenas perciben una fracción mínima de ese dinero. Hablamos de sumas que no superan los $200.000, una cifra que, en el contexto actual, no alcanza ni para cubrir las necesidades básicas de una familia durante una semana. Mientras tanto, quienes manejan los hilos desde las sombras se benefician de este sistema injusto, perpetuando una desigualdad que ya raya en lo inhumano.
Pero el problema no se limita a la explotación económica. El trato hacia los cooperativistas es, en muchos casos, denigrante. Desde concejales con larga trayectoria en estos manejos hasta los encargados de turno, la falta de empatía y respeto hacia los trabajadores es alarmante. Despedir a alguien parece tan trivial como tirar un envoltorio de caramelo: sin miramientos, sin consideración, sin importar las consecuencias para quienes dependen de ese ingreso para subsistir. En un contexto donde el empleo escasea y la inflación golpea sin piedad, esta actitud resulta aún más reprochable.
Esta semana, un testimonio llegó a nuestras manos y nos recordó la crudeza de esta realidad. Un joven, tras lesionarse la rodilla en el trabajo, recibió 15 días de tratamiento médico. Al cumplirse el plazo, fue despedido sin más. No importó su situación, ni el hecho de que hubiera actuado correctamente al presentar el parte médico en tiempo y forma. Cuando regresó, ya no tenía lugar en la cooperativa. Según relató el afectado, el jefe de la misma sería otro concejal vinculado al oficialismo, quien le había garantizado que no perdería su puesto. Para colmo, no le pagaron varios días en los que sí prestó servicio. Este caso no es aislado; es solo uno más en una larga lista de abusos que reflejan cómo este sistema usa a la gente y la descarta sin pestañear. Es, en esencia, una verdadera máquina de picar carne.
¿Hasta cuándo seguiremos permitiendo que este sistema perverso siga funcionando? Las cooperativas, en lugar de ser un instrumento de progreso, se han convertido en un símbolo de la explotación y la impunidad. Es urgente que se revise este modelo, que se exija transparencia y que se proteja a quienes, día a día, son víctimas de esta maquinaria implacable. La dignidad laboral no puede seguir siendo un privilegio de unos pocos; debe ser un derecho para todos.