Cuando la inundación arrasó con todo, llevándose hogares y esperanzas, el esqueleto del viejo Hospital Ventura Lloveras se convirtió en el único refugio. Abandonado tras un desastre similar años atrás, sus paredes agrietadas y manchadas de humedad ofrecían un techo precario a varias familias desplazadas.
Pero el alivio de escapar del agua fue efímero. Pronto comprendieron que el edificio no estaba vacío. El moho y la podredumbre no eran lo único que respiraba en la oscuridad.
Romina, de 19 años, fue la primera en sentirlo. El verdadero silencio nunca llegaba. Cada noche, puntual como un reloj enfermo, comenzaba en la "hora muerta", pasadas las tres de la mañana. Era un sonido húmedo, un chapoteo rítmico sobre el suelo encharcado del pasillo, seguido de un rápido e insistente gateo.
Una madrugada, harta del miedo, Romina se armó de valor. Se asomó al corredor inundado, iluminado solo por un inquietante reflejo de la luna en el agua estancada. El sonido estaba allí, cercano, pero no había nadie. El pánico la hizo retroceder y encerrarse en un baño, con el corazón golpeando sus costillas. Espió por la cerradura oxidada.
El gateo se detuvo. Justo frente a su puerta. Un silencio pesado.
Entonces lo vio. La silueta diminuta de un bebé, oscura y brillante por el agua, apareció de la nada. No gateaba por el pasillo, sino a través de él. Con una velocidad antinatural, la aparición atravesó la pared opuesta y desapareció. El grito de Romina quedó ahogado en su garganta. Cuando la encontraron, estaba acurrucada en un rincón, temblando, con la mirada perdida en el punto exacto donde la figura se había desvanecido.
El terror no se limitaba a los interiores. Celeste, una madre de 23 años, intentaba mantener una apariencia de normalidad para sus tres hijos. Una mañana, mientras colgaba ropa en el estacionamiento devastado, notó a alguien en la rampa que descendía al sótano inundado.
Era una anciana que no reconoció, de unos 80 años, vestida con un luto riguroso que incluía una pesada capa, absurda para el calor húmedo. La mujer no rezaba; murmuraba. Susurraba palabras incomprensibles, no a Dios, sino a una mancha oscura de humedad en el hormigón, como si le rindiera culto. Celeste se disponía a llamarla, pensando que estaba desorientada, cuando se heló.
La anciana no tocaba el suelo.
Flotaba a varios centímetros sobre el lodo y los escombros, suspendida en el aire mientras susurros guturales salían de ella. Asustada, Celeste corrió hacia sus hijos, los abrazó y rompió a llorar, sin atreverse a mirar atrás.
Algunos horrores eran más sutiles, pero no menos profundos. Marcela y Agustina, amigas de toda la vida, decidieron tomarse una foto en la entrada principal, un intento desesperado por documentar su supervivencia. "Para cuando salgamos de esta", dijo Agustina, forzando una sonrisa.
Esa noche, bajo la luz débil de una linterna, revisaron la imagen en el teléfono. Y allí estaban, en la puerta del hospital. Pero no estaban solas.
Justo detrás del hombro de Marcela, borrosa pero innegable, había otra chica. Una adolescente de unos 15 años, con el pelo mojado y ropa que parecía de otra década. No miraba a la cámara. Con una sonrisa torcida y escalofriante, miraba fijamente hacia adentro del hospital, como si diera la bienvenida a algo que solo ella podía ver.
Los lamentos en la antigua morgue, los gritos ahogados que parecían venir del ala de maternidad y las figuras que se movían por el rabillo del ojo se volvieron el pan de cada día. El Ventura Lloveras ya no era un refugio. Era una trampa. Y las familias desplazadas se habían convertido en la audiencia cautiva de un horror que, a diferencia de ellas, nunca había perdido su hogar.

