Para Roberto, un hombre duro de Divisadero, las creencias eran para los débiles. Allá por el '41, en los boliches de la zona, se reía en la cara de los gauchos que se persignaban al nombrar al Mandinga o hablaban de luces malas. "Supersticiones", mascullaba, golpeando el vaso de vino en la mesa. Ni Dios ni el Diablo tenían vela en el entierro de su vida. Pero a todo hombre, por más incrédulo que sea, un día le toca ver lo que no quiere.
No era alcohólico, pero le gustaba encontrarle el fondo al vaso, y esa noche de julio lo encontró varias veces. El chivo al asador con sus amigos, en medio del campo, pedía vino. Y Roberto le dio el gusto.
Se levantó para aliviarse detrás de unos matorrales y el mundo le dio vueltas. La helada y la borrachera le pegaron juntas, como un puñetazo. Tropezó y la oscuridad se lo tragó.
No supo cuánto tiempo estuvo desmayado. Lo despertó un roce helado y sedoso que le recorría la cara. Abrió los ojos de golpe. A la luz de una luna pálida, vio la panza anillada de una falsa coral deslizándose por su mejilla. El susto lo puso de pie de un salto, pero el mareo lo devolvió al suelo.
Temblando, se reincorporó. El fogón había desaparecido.
"¡Gauchos!", gritó.
Solo el silbido del viento en los jarillales le respondió.
Estaba perdido. El frío atroz de julio le calaba los huesos. Caminó y caminó, pero las estrellas, borrosas por el vino, giraban en el cielo y no le servían de guía. El tiempo se volvió espeso. En su desorientación, supo que debían ser las tres de la madrugada: la hora del Diablo.
Cuando ya no sentía los pies y estaba por entregarse a la helada, la vio.
Una luz rojiza latiendo en la distancia. No era el fuego tranquilo de un fogón; era un resplandor pulsante, enfermo. Se arrastró hacia ella.
En un claro, en medio de la nada absoluta, había una fiesta imposible.
La música no era cueca ni gato. Era un rasgueo frenético, agudo, como mil guitarras desafinadas tocando una melodía exótica, casi árabe, que se metía bajo la piel. Mujeres de una belleza insultante, con ropas extrañas y los ojos en blanco, bailaban con una lujuria animal. Vio mesas cargadas de comidas que nunca había visto, manjares humeantes y jarras de las que salía un vapor que olía a azufre y a perfume.
El frío se había ido. El terror también.
Una de las mujeres, la más hermosa, le sonrió y le ofreció una copa de plata. Roberto, el incrédulo, olvidó su miedo, su frío y a sus amigos. Solo quería beber de esa copa.
En cuanto el líquido ardiente tocó sus labios, la música se apoderó de él. El mundo se convirtió en un remolino de sudor, risas agudas y un placer que dolía. Vio caras conocidas entre los bailarines, gauchos que se daban por muertos hace años, pero sus rostros se derretían y sus ojos eran brasas. Ya no era Roberto; era solo uno más en el trance, bailando para el dueño de la fiesta.
El sol le quemó los párpados.
Se despertó con un dolor de cabeza que eran mil infiernos. El sabor en su boca era a ceniza. Estaba tirado cerca del Cerrillo, a leguas de donde habían acampado.
Estaba desnudo.
Su cuerpo era un mapa de arañazos profundos, como si hubiera luchado con un puma. Un olor nauseabundo lo envolvía; estaba cubierto de orina y bosta fresca de caballo.
Roberto, el hombre que no creía en nada, se quedó mirando el sol, temblando de un frío que ya no era el de la noche. Había estado, nada más y nada menos, en la Fiesta de la Salamanca.
