Por ser bueno se llevó el susto de su vida

 



La historia de Mauricio sobre su tío y el encuentro con el Diablo se convirtió en una de las leyendas urbanas más aterradoras de Patagonia II allá por los noventa. Los pibes del barrio escuchaban la historia con mezcla de asombro y miedo, y se contaba de boca en boca, como si fuera un secreto prohibido. En esas noches de verano, cuando el bullicio de los juegos se apagaba y sólo quedaban los murmullos, la historia de Mauricio siempre se hacía presente.

Decían que Mauricio tenía un talento especial para contar historias de terror. Esta, sin duda, era su obra maestra. Después de jugar a la pelota o a la escondida, los chicos se sentaban en el patio o en alguna plaza, con los ojos bien abiertos y el corazón en la boca, listos para escucharlo.

Mauricio empezaba contando que su tío, un tipo laburante de finca en Las Lagunas, había tenido un peón, Roberto, que manejaba un camión Bedford. El camión, en temporada de cosecha, solía llevar uvas a una bodega en el centro. Y fue en una de esas vueltas, en una tarde que ya caía en sombras, que pasó lo inexplicable. Roberto se topó con un gaucho viejo, barba larga y aspecto extraño, haciendo dedo en medio del desierto. Como buen tipo, Roberto lo subió al camión.

Durante el viaje, el gaucho resultó ser un personaje enigmático, de esos que hablan como si conocieran todos los secretos de la vida. Le tiraba frases profundas a Roberto, dejándolo descolocado. Al acercarse al cerrillo, el gaucho le pidió bajar ahí, en medio de la nada. A Roberto le pareció raro, pero frenó igual.

Fue ahí cuando el terror empezó. El gaucho se sacó el sombrero y, para sorpresa de Roberto, le asomaron unos cuernos retorcidos. Antes de que pudiera reaccionar, el gaucho soltó una carcajada que helaba la sangre y, en un parpadeo, se convirtió en una cabra negra de ojos rojos y chispeantes.

Roberto quedó en shock, y esa misma noche, perdido de miedo, terminó en el manicomio de Zonda. Jamás pudo olvidar la risa del Diablo y el miedo que le dejó esa visión. Desde entonces, pasó el resto de sus días en el hospital, murmurando entre dientes, con la mirada perdida.

Esa historia marcó a toda una generación de chicos en el barrio. Nadie se animaba a andar por el cerrillo ni a subir desconocidos al auto después de escucharla. La leyenda de Roberto y el gaucho seguía viva, rondando en cada sombra y en cada susurro de Patagonia II.


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